PORQUE FUERON, SOMOS. PORQUE SOMOS, SERÁN. 8M




“Soy mujer. Y un entrañable calor me abriga cuando el mundo me golpea. Es el calor de las otras mujeres, de aquellas que hicieron de la vida este rincón sensible, luchador, de piel suave y tierno corazón guerrero”
Alejandra Pizarnik




Creo que es el momento.

De alzar la voz. Y opinar. Sobre lo que aún (nos) hace falta.

Así que, hoy, seré breve. Pero concisa.



Todos deberíamos ser feministas.
                                                        Sí, de verdad que es necesario.


¿O no es así como se llama a aquellos que luchan por los derechos de las mujeres?




Y te lo digo a ti. Que sigues instalado en el estúpido cliché de que ser feminista es estar permanente cabreada con el género masculino. 


Pero que nadie te engañe.


Mi lucha no es contra los hombres.  NO.  Sino con las mujeres.

Y yo lo tengo  MUY claro.     


ME QUIERO. [Confieso que tengo ese vicio]


Y, por supuesto, nos quiero.



Juntas. Libres. Fuertes. E iguales.



¿Y tú, no te das cuenta?



P R E C A R I E D A D

B R E C H A   S A L A R I A L

I N V I S I L I Z A C I Ó N

A C O S O    S E X U A L

V I O L E N C I A   M A C H I S T A



Corre. Levántate. Mañana es el día.


Sal a la calle. Y LUCHA. Para ser lo que quieres ser.



Porque “Si lo que quieres es ser una mujer fuerte lo primero que debes hacer es vivir mucho, cosas malas también (que no se te olvide), llorar hasta que se te seque el corazón, una vez lo tengas hecho una piedra, tállalo tú misma, y quiérete como si fueras la dueña del diamante más valioso del mundo.”


Porque lo eres.
                  
                                Porque lo somos.
                                    

                                                                               El 8M
                                       

                 Y todos los días.







QUERIDO 2018: No tardes, aquí te espero.



Fue aquella una fecha memorable para mí, pues a ella debí grandes cambios en mi existencia. Pero en la vida de todos sucede lo mismo. Suponed que se suprime de ella un día determinado, y pensad cuán distinto habría sido. Los que estáis leyendo esto meditad por un instante sobre la larga cadena de hierro o de oro, de espinas o de flores, que nunca os habría sujetado de no haber sido por un primer eslabón que se formó en un día memorable.”
Charles Dickens


No sé si a ti te pasa, pero, algunas veces, yo no puedo evitar volver. Retroceder en el tiempo y ver lo que era. Y lo que ya no soy.

Hace 367 días, por ejemplo, ni se me hubiera pasado por la cabeza calificar aquel fatídico día como memorable.


M-E-M-O-R-A-B-L-E.
Del latín memorabilis. Que merece ser recordado. [Y atrévete a no hacerlo…]


Muy a mi pesar, estoy cuasi segura de que más de uno hoy, al leerme, discrepará con mi adjetivo. E incluso lo considerará imprudente. Pero como dice la gran Mary Oliver (ya sabéis lo que me gustan las citas):
“No hay nada más patético que la prudencia cuando lanzarse podría salvar una vida, incluso, posiblemente, la tuya.”
Y yo hace tiempo que elegí ser quien se salva. Llamadme loca.
Tal vez.
Sé, también, que hace mucho que no escribo. Puede que no encontrara el momento. O quizás, incluso, las palabras.

Hasta hoy. No podía ser de otra forma.

367 días después.
Y parece que fue ayer.

El último día del año.

De este annus horribilis.

Supongo que cuando tienes cáncer el tiempo [entre otras cosas] se percibe de otro modo.

Un buen día, 29 de Diciembre de 2016,  EL DÍA QUE LO CAMBIÓ TODO ─ te levantas y ZASCA.

Adiós vida anterior.

Ni que decir tiene que algo así te coloca en perspectiva. Espero que de por vida.

Se abre, ante ti, un inmenso agujero negro. Un oscuro pozo sin fondo al que es necesario que desciendas para darte cuenta de que cualquier movimiento que hagas, a partir de entonces, sólo puede llevarte hacia arriba. Y sin frenos.

Es  curioso, pero a esas alturas lo único que tienes claro es que salir corriendo no sirve de nada.

Y, con el tiempo, que el secreto está en las ganas.

De vivir.

A jornada completa.

En ello estoy.

Por eso, hoy, 367 días después [del primer día del resto de mi vida] ─  no sé muy bien cómo han pasado ─ quiero ser yo la que os diga que aún estamos a tiempo.

De dejar de esperar, esperar para qué [porque es verdad lo que atañe a la espera] a que el miedo nos gane la partida.
De despertar, de una vez por todas, y para siempre, del profundo letargo existencial en el que, la mayoría (que no digo todos), estamos sumidos.

De dejar de ser los mismos. Que hacen lo mismo de siempre.

Para reencontrarnos con nosotros mismos.


Y volver a ser lo(s) que nunca fuimos.


Pero, OJO, que aún estamos a tiempo.

De aprender a estar vivos.

Porque no sé vosotros, pero yo, y como la gran Gloria Fuertes “aunque estoy entrenada, y siempre resucito, he decidido no morirme nunca más.”

Y qué mejor manera para empezar a no hacerlo que con una lista. De mandamientos.       
        
A modo de mantra colectivo. [Que sé que es tradición por estas fechas]

Y quién mejor que yo misma  [supongo] para escribirlos. En letra bien grande. Las veces que haga falta.

Para recordarlo.

Todos y cada uno de los días.

De mi nueva y  segunda  vida.



Querida yo, del 2018:

“Ruge la vida, y lo hace de tal modo que es imposible ignorarla”

Así que entre tú y yo, tú, que sueles ser dispersa hasta decir basta, deja de mirar a tu alrededor buscando una normalidad que ya no existe.

     Ah, y ESPABILA.

Porque no sé si a ti te pasa, pero, algunas veces, yo no puedo evitar volver. Y, sin embargo, entender que no hay vuelta atrás es la única forma de seguir adelante.


1.      Agárrate [que vienen curvas] al aquí y al ahora. Pero recuerda quién fuiste. Para entender lo que eres. Y lo que quieres ser.

2.     No pierdas las ganas. Ni la paciencia. Y redibuja tu vida. Pero no dejes que la rutina te invada. No te conformes. Y sal. De tu zona de confort.

3.  Quiérete mucho. Mogollón. Y redescúbrete, día tras día. Ahora que ya sabes dónde encontrarte visítate. Le pillarás el gustillo [y de qué manera].

4.    Haz una lista [sí, otra más] de todo aquello que te preocupe. Y Léela. Punto por punto. Y coma por coma. Luego otra vez. Ahora respira. No es para tanto, ¿verdad? [de esto sabemos un poco].

5.  Elige (te). Siempre. A ti misma. Y toma las riendas. Decídete. Que nunca te arrastre la corriente. Aprende a decir mil veces sí. Y cuándo decir que no. Rebélate [si es necesario].

6.      Crece. Para seguir estando a la altura. De tus expectativas. Pero tropiézate. Y cae. Aprende. Y sé como Lázaro. Levántate y anda.

7.      Vuélvete loca. De ganas. Loca por viajar. A todas partes. Loca por cantar. A grito pelado. Loca por leer. Compulsivamente. Loca por bailar (lo). Todo. En cualquier parte. Como si no hubiera un mañana. Porque no sabemos si lo habrá. Pierde el sentido del ridículo. Y descojónate viva. Durante horas. Y que te quiten lo bailao.

8.  Rodéate. De todo y de todos. Lo(s) que te haga(n) feliz. Y suelta. Recuerdos, objetos, personas. A todo aquel que no sepa estar. Y quédate con lo(s) que vale(n). Y quiere. Con todas las letras. Demuéstralo. Y dilo a diario.

9.    Aprende a mirar. Más a los ojos. Y menos al móvil. Aprende a contar. Tus alegrías. Preocúpate. De que lo más importante sea lo más importante. Y deja, que todo lo que ocupe (se) llene. De momentos. Verdaderos.

10.   Mira a tu alrededor. Y dime qué ves. Vuelve a mirar. Y da las gracias. Por lo que hay. Por lo que tienes. Celébralo. Por todo lo alto. Y brinda. Por todo lo bueno [que está por llegar].

Y, sobre todo, tenlo bien claro. Has tenido un cáncer, sí.

       Menuda p*tada.


Pero tú ya existías antes de él.
    
Así que abre los ojos.


     E  Ilusiónate.
                                             
        Por todo y por nada.



Porque, al fin y al cabo, la ilusión es lo que diferencia a los vivos de los (super)vivientes.

LA OCASIÓN LA PINTAN ¿CALVA?



C-A-L-V-A.

Que se dice pronto. Pero no resulta fácil. Y, desde luego, se tarda un poco más en asimilarlo.

Cinco letras, pequeñas e insignificantes, que en ese momento, el que te dicen que se te va a caer el pelo, parecen poco menos que un j*dido abecedario completo.

Tú, que a duras penas te has repuesto, como has podido, de un shock inicial, aterrador, y una cirugía, de la que aún te quedan secuelas (et in sæcula sæculorum), ya tienes un nuevo demonio al que enfrentarte: 



Y, sí, ya sé que en el fondo es el menor de tus males. Pero todo aquel que te haya dicho que no es para tanto, miente. Y si lo pienso, ahora, me resulta hasta gracioso. Porque, también, dice la verdad.

Supe que iba a perder el pelo en la primera consulta, ni más ni menos. Y creo que hablo en nombre de todas cuando os digo que, a pesar de que nos aseguran, rotundamente, que SÍ, que antes de la segunda sesión de quimio se cae, en el fondo, la mayoría (entre la que me incluyo), albergamos una especie de llamémoslo optimismo que NO se cumple.
Ante la idea del tremendo drama que se avecinaba, y adelantándome, incluso, a los acontecimientos, corrí a «mi pelu», justo antes de la cirugía, a pedir un  buen corte. Ya que iba a ser lo primero, e iba a tener el brazo un tiempecillo inutilizado, al menos que el pelo no fuera un estorbo.
Me gustaría aclarar para todos aquellos que no me conozcáis que, en aquel momento, tenía el pelo casi casi por la cintura: una larga melena castaña, bastante más ondulada que rizada, de la que Facebook no ha dejado, ni por un segundo, que me olvide. ¡Malditas redes sociales¡, que te recuerdan en el momento más inoportuno cuaaaaánto te gustaba tener el pelo largo.  Y, por supuesto, que YA NO LO TIENES.
El siguiente paso fue, siguiendo los consejos de las enfermeras, y de otras tantas chicas que ya habían pasado por esta etapa, anteriormente, raparme.
Y menos mal. Porque a las dos semanas de la primera quimio, y tal y como me lo habían pronosticado, empecé a encontrarme pelos y más pelos sobre la almohada. Y supe que había llegado el momento. El momento de decirle adiós a mi adorada cabellera.

Raparme me pareció, desde el principio, una buenísima idea,  dentro de lo que cabe podérsele llamar bueníiiisima idea a raparse voluntariamente la cabeza. Mirándolo por el lado bueno me haría una idea aproximada de cómo sería mi cabeza sin pelo. Pero esto era sólo teoría. Y aún fallaba la práctica.
Cual sería mi sorpresa al descubrir, de forma totalmente inaudita, que una vez rapada no me veía tan mal
Y que, «para más inri», me veía especialmente DIFERENTE.
Si en algún momento se me ocurrió pensar que aquella experiencia podría llegar a ser, de alguna manera, traumática no podía estar más equivocada.
Aunque sí que es verdad que desde el principio lo tuve claro. No iba a dejar que mi pelo, o más bien la falta de él, condicionaran mi enfermedad. Y mucho menos mi vida.
Puede que eso tuviera algo que ver.

Dicen que no te quedas calva en cuestión de horas. Pero es sólo cuestión de días. Y aunque ya estaba pelona, cuando pasó, no pude evitar sentirme rara.
Y, sobre todo, triste.
Haciendo memoria creo que fue entonces, y no antes, cuando empecé a mirarme, y a verme, realmente como una enferma.  Es curioso lo que llega a adornar el pelo.
Y, supongo, que ése es uno de los grandes motivos por los que algunas se compran peluca.
No fue mi caso.
He de decir, sin embargo, que sí que acudí a la AECC a probarme algunas de las que «prestaban», pero no hubo suerte. Me sentía totalmente disfrazada. Y no me quedó más remedio que descartar, esta opción, por completo.
Así que podría decirse que, oncoestéticamente hablando, me decanté por los pañuelos. Sabía que, a partir de entonces, sería como llevar un letrero luminoso que indicara, bien en grande, que tenía cáncer. Pero me daba igual. Ya estaba preparada.
Y tiene gracia. Porque nunca pensé que, al contrario que a Sansón, a mí, la falta de pelo me haría descubrir a una YO más fuerte. Y más valiente.

Llegado el momento me hice con un arsenal de turbantes y pañuelos. No fue fácil. Pero sí barato. O, por lo menos, lo que se dice, asequible.
[Y, desde aquí,  aprovecho para hacer un llamamiento popular en contra de todas aquellas personas que se dedican a la venta de esta serie de artículos y que, por el simple hecho de añadirle la palabra «oncológico», duplican su valor haciendo negocio a nuestra costa.
Señores, y señoras, que se aprovechan de la desgracia ajena para llenarse los bolsillos de dinero: ¡ BASTA !]

Eso sí, si os decidís por éstos últimos no desesperéis en el intento. Al principio puede parecer bastante difícil. Y la mayoría de peinados os quedarán como un churro, literalmente. Pero con  dosis extra de paciencia y, lo más importante, de práctica, podréis llegar a ser unas cuasi-expertas.
Yo aún estoy en ello.

Por otra parte no quisiera olvidarme de mencionar una de las ventajas más importantes, a mi parecer, de que se te caiga el pelo. 
Que te llevas de regalo, y sin coste alguno (¡toma ya!), unas cuantas sesiones de depilación completa. ¡Yuju!
Depilación que, por desgracia, desaparece en cuanto empiezas con el taxol o, si tienes algo más de suerte, en cuanto acabas con la quimio. Pero que nos quiten lo bailao.

Cabría esperar, según lo que os cuento, un crecimiento inmediato por parte de nuestro ansiado pelo al acabar el tratamiento. Pero nada más lejos de la realidad.
Y por si fuera poco, y con quedarte calva no has tenido suficiente, lamento comunicarte que las cejas y pestañas también se caen (¡Ohhh no!).
En mi caso, un mes más tarde, tengo que reconoceros que aún no he encontrado el momento para quitarme el pañuelo. Y mis cejas hace días que se fueron para no volver.

Pero si algo me ha enseñado el cáncer es a parar de guardar cosas para algún otro momento especial. O quizás, más bien, adecuado.
Porque cada día y cada momento lo son.
Y como dice Ane Santiago en su Cartas a Ninguna Parte: "Algún día entenderás que sólo eres responsable de cómo miras el mundo y de cómo dejas que él te mire. Así que mientras veas amor, aunque duela, sigue mirando."
Y eso quiero.

Así que siguiendo la línea de motivos que me llevaron a escribir este blog, hoy, espero que sirviendo de precedente, me gustaría ir un pasito más allá en la normalización de la enfermedad compartiendo con vosotros una foto que, en cierto modo, va a ayudarme a seguir mirando.


Y dejando que el mundo me mire.



SÍ, PERO NO. NO, PERO SÍ.




“Qué bonita la palabra “sobrevivir”. Como si en el “sobre” cupieran todos los miedos y pudieras mandarlos bien lejos, sin poner el remitente, para que nadie pueda devolvértelos jamás."

                                                                                                  Ana Elena Pena




De vez en cuando, algo te pilla completamente por sorpresa, te cambia el guión y te obliga a improvisar.

Primera consulta con el oncólogo:

“Vamos a pedir un ONCOTYPE.

Como si me hablaran en chino. Ni pajolera idea de lo que era aquello.



¿Qué es un ONCOTYPE?


El ONCOTYPE es una prueba genómica, de reciente actualidad, que analiza la probabilidad de reaparición de la enfermedad, o recidiva, a corto y largo plazo, y si la quimio puede evitarse. O no.





Por lo visto hay ocasiones, cuando el tumor es “poco” agresivo ─ y está bastante localizado─,  en las que el beneficio que aporta la quimioterapia, una vez extirpado el bicho,  puede llegar a ser mínimo o prácticamente inexistente.

Y aquí es donde entra en acción el ONCOTYPE.

El test genera un resultado o “RECURRENCE SCORE” comprendido entre 0 y 100.  Los pacientes con RS bajos tendrán menos probabilidades de beneficio, mientras que los pacientes con RS altos obtendrán los beneficios más significativos.

¿Y qué pasa con los intermedios?

Los que me conocéis sabréis que nunca me han gustado los puntos intermedios, pero ¡ cómo olvidarlos ! Porque, precisamente ahí, en uno de esos puntos, ESTABA YO.
Y sí, ya sé que dicen que “Las grandes historias nunca se escriben con medias tintas”, pero disiento. Ésta es una de ellas.

Que el resultado de la prueba predictivo-pronóstica o séase ONCOTYPE no fuera concluyente hacía referencia a una probabilidad INCIERTA. Y ya sabemos lo que hace el destino con las probabilidades. SE RÍE DE ELLAS. Así que decidir si merecía la pena, o no, administrar el tratamiento, en estos casos, en los que no se ha comprobado, aún, si los beneficios de la quimio justifican los riesgos de los efectos secundarios era un asunto ─ permitidme que lo diga ─ bastante peliagudo.

¿Y en ese caso qué se hace?

EN ESE CASO DECIDE EL PACIENTE. Y vuelta la burra al trigo.

A estas alturas de la película, y después de una dosis extra de “veletismo”, yo ya tenía un cacao mental bastante considerable. 



Por un lado estaba el sí pero, no, que igual de rápida y espontáneamente QUE VINO, SE FUE. El pequeñísimo rayito de esperanza que se abrió paso en mi cabeza cuando pidieron el ONCOTYPE, y la quimio se puso en duda, se había esfumado por completo, como por arte de magia.

Y, por el otro, estaba el no, pero sí. Creedme cuando os digo que nunca había tenido tantas ganas de decir que NO. No es que no quisiera, es que no quería querer. Y mantener la calma y las ideas claras, cuando las circunstancias no acompañan y tu cabeza no hace más que dar vueltas, y te mareas de sólo pensar ¿y ahora qué? es una tarea, a veces ardua y complicada.

Pero dicen que el presente no se espera, se construye. Y que es de valientes decidir por uno mismo (no todo el mundo se atreve) y marcar tu propio rumbo. Que la diferencia está ahí precisamente. En lo que decides. Y que pase lo que tenga que pasar. Pero sabiendo que vas por buen camino.

Sí, quiero.



Dame veneno que quiero vivir.

Como diría la versión mejorada de Los Chunguitos.  Y de eso se trata, de recibir una especie de envenenamiento selectivo que nos permita seguir (sobre)viviendo. Para contarlo.

Es preciso referirse, pues, a este tipo de envenenamiento como selectivo, ya que no puedo estar más de acuerdo con  Paracelso cuando dijo, hace casi 500 años, que "Todo es veneno y nada es veneno, sólo la dosis hace el veneno". Es la propia dosis la que marca la diferencia.

Y, hablando de dosis, las mías ya estaban en camino.

El día 16 de Marzo fue mi primer chute. Mi tratamiento consistía en 4 sesiones de AC (ADRIOMICINA + CICLOFOSFAMIDA), cada 21 días, y 12 sesiones semanales de TAXOL.

Llegué al Hospital de Día sobre las 10.15 de la mañana. Después de una poco breve consulta con mi oncóloga asignada (un encanto, por cierto), que me citó de cabo a rabo la INTERMINABLE lista de efectos secundarios (¡agárrate que vienen curvas si eres hipocondríaco!) y me obsequió con un par de pastillitas (que me llevé puestas) para futuras naúseas, por lo visto inmediatas (veríamos a ver) y alergias, me marché “tan pichi” a desayunar.



Que el desayuno sea o no la comida más importante del día lo dejo para tertulia entre nutricionistas y presuntos entendidos (de esos que ahora abundan) de la alimentación saludable. Lo que es un hecho, irrebatible, al menos para mí, es que desayunar fuera de casa es la comida más importante del día. Y así lo hice. Sí, sí, con un par. Que el tan temido demonio rojo me pillara con la barriga bien llena.

Pasado el tiempo exigido de espera, y después de tomarme las “píldoras milagrosas”, entré al Hospital, de nuevo, como toro al matadero. He de decir que de milagrosas tuvieron más bien poco e hicieron con las náuseas lo que pudieron. No volví a querer ni asomar la nariz a las bandejas de comida que nos ofrecían, religiosamente, a todos los pacientes cada jueves; aunque también es verdad que el menú se las traía y ayudaba entre poco y nada: una especie de potaje (bastante caldoso y con unos cuantos tropezones) de primero, un pescado rebozado (probablemente panga) de segundo y, para rematar, un yogur, azucarado a más no poder, de postre. Lo que viene siendo una dieta oncológica, saludable y apetecible (a más no poder) en toda regla, vaya.

El siguiente paso fue elegir quimio-sillón. No me lo pensé mucho: el de la esquina. Yo aún no lo sabía, pero ése sillón, en concreto, elegido completamente al azar, se convirtió en parte indispensable de mi tratamiento, acompañándome chute tras chute. Podría decirse que le cogí hasta cariño.



Por alguna extraña razón, que no alcanzo a comprender, estaba tranquila. Tranquila y, en cierto modo, expectante. Expectante ante los tropecientos mil millones de efectos secundarios, de manual, que podía llegar a “sufrir” y que, durante las dos horas y media que duró la sesión, que empezó una vez llegó mi cóctel de drogas (premedicación + AC), me dio tiempo, de sobra, a repasar mentalmente, uno por uno. Incluso se me pasó por la cabeza hacer pleno (siempre he tenido mucha imaginación para el drama, qué le vamos a hacer).

Afortunadamente no fue mi caso. Pero de eso hablaré otro día.

El tiempo pasaba despacio, parecía que el reloj se había ralentizado con la sola intención de provocarme una especie catarsis mental, a la que no ayudaba, en absoluto, la visión del goteo entrando en vena, con el brazo prácticamente inmóvil y en un estado casi casi cercano a la semi-atrofia muscular.




Mentiría si dijera que en ningún momento tuve ganas de arrancarme, de cuajo, la vía y salir de allí pitando.

<< Piii, Piiii, Piii, Piiiiiiiiiiiii >>

<< ¿La que pita es la mía? >>


Al principio cuesta un poco acostumbrarse al dichoso sonidito. Pero llega un momento en el que hasta lo interiorizas y ya no sabes si cuando pita es la tuya o la del de al lado. Lo mismo les pasa a las enfermeras.

Pero hablando de “los de al lado”: la sala quimio no era, ni mucho menos, como esperaba. Suelen decir que el drama va por dentro, sin aspavientos, y supongo que así es. Porque la mayoría de gente allí sentada no tenía ninguna pinta de estar enferma. Aunque, a decir verdad, supongo que yo, de momento, tampoco.

No coincidí con la mayor parte de ellos en las siguientes sesiones. Cada día había una cara nueva. No es que hubiera ningún tipo de interacción especial entre nosotros, aparte de los saludos y las tres o cuatro palabras de ánimo (de rigor) que intercambiábamos, algunos, de vez en cuando. Pero como dice el refrán: las penas compartidas son menos penas. Y ayuda saber que muchos de los miedos los compartimos.


Y, si hay algo que nos sienta bien, entre tanto infortunio colectivo, es la compañía. Porque la vida da tantas vueltas que es mejor rodearse de gente dispuesta a agarrarte si pierdes el equilibrio. Y de eso a mí no me faltaba. Espero que a ti tampoco.


Después de la quimio roja vino el taxol.



Todos los jueves, durante doce semanas seguidas, ni una más ni una menos (¡un hurra por mis defensas!) cogía el metro a eso de las 8.30 de la mañana. Diez minutos después tocaba, como hasta entonces, mi desayuno de campeones (yo lo de empezar el día con buen pie lo dejo para los que no tienen la suerte de empezarlo con un buen café y un buen pincho), pero esta vez no como parte intermedia, sino como punto de partida.

A las  9 en punto, y con las pilas (y la barriga) totalmente recargadas, estaba entrando en el Hospital.

Si mis defensas aguantaban, que sí que lo hicieron, sólo veía a mi oncóloga cada tres semanas. El resto de jueves la espera era mucho más corta (gracias a Dios) y entraba casi directa a mi quimio-sillón. Es curioso que siempre estuviera libre, parecía que, a su manera, me estaba esperando para hacerme pasar el trago lo más cómodamente posible.



Lo más reseñable de estas sesiones era que no había ningún tipo de pastillas pre-quimio. En su defecto me atiborraban las venas con antihistamínicos, primperan y corticoides (con la intención de evitar posibles reacciones, por lo visto más frecuentes de lo que les / nos  gustaría), para a continuación empezar con la bolsita de quimio muy lentamente.
Lo primero que te dicen es que ante cualquier cosa rara o molestia que sientas, por mínima que sea, avises inmediatamente. Así que al miedo en el cuerpo que nos produce la quimio, de por sí, a la mayoría, le podemos sumar el miedo que a veces nos crean.

La bolsita, en este caso bolsaza, tardaba en bajar unas dos horitas que, con el chute de antihistamínicos  que me metían, se me pasaban en un periquete.

Y así todas las semanas.



Podría decirse que, al lado del terrorífico diablo rojo fue, prácticamente, un paseo. 

Pero no todo fue un camino de rosas. No.

Teniendo en cuenta el tute que llevaba YA, y que en estos ciclos la toxicidad era acumulativa, para cuando llegó LA ÚLTIMA tenía el cuerpo lo que se dice bastante DESCOLOCADO.



Tiene gracia. No deja de ser incongruente que lo que nos cura sea en realidad lo que nos deja, al mismo tiempo, en ese estado tal de agotamiento físico y mental (eso como poco), arrasando a su paso, como un tsunami, con todo lo que se va encontrando por el camino.

Camino del que, por suerte, ya he recorrido una gran parte.

Es momento de cerrar una etapa. O, mejor dicho, uno de los tantos momentos clave que me han tocado vivir.


Se inicia ahora otro ciclo de cambios, inesperados e incontrolables. Puede que de esos que dan miedo. E incluso hacen dudar.

Pero, a pesar de lo que pueda parecer, no es el fin del mundo. Es el inicio de uno nuevo. Que seguiré compartiendo con vosotros y, por supuesto, con la gente a la que quiero
Porque a menudo olvidamos que, si bien es cierto que las penas compartidas son menos penas, la alegría compartida se multiplica. Y sabe mejor.

Adiós quimio, adiós.

Hasta siempre.

PORQUE FUERON, SOMOS. PORQUE SOMOS, SERÁN. 8M

“Soy mujer. Y un entrañable calor me abriga cuando el mundo me golpea. Es el calor de las otras mujeres, de aquellas que hicieron de la...